El Sol no es amarillo: ¿por qué lo vemos así y de qué color es realmente?
Ni el Sol ni el cielo son exactamente como creemos. Detrás de esos tonos cálidos hay una explicación sorprendente y hermosa.

Cuando éramos chicos, pintábamos el Sol con crayones amarillos. A veces, si nos inspirábamos en el amanecer, lo coloreábamos de naranjas, rojos o fucsias. Sin embargo, aunque es cierto que lo vemos amarillo, ese no es realmente el color del Sol.
Si pudiéramos observarlo desde el espacio -es decir, por fuera del filtro de nuestra atmósfera-, lo veríamos como una esfera muy brillante y blanca. Sí, blanca. Porque nuestra estrella emite luz en casi todos los colores del espectro visible (rojo, naranja, amarillo, verde, azul, violeta), y cuando estos colores se combinan, forman la luz blanca.
Entonces, ¿por qué desde la Tierra lo vemos amarillo o anaranjado? La responsable es la atmósfera, que impide que todos los colores lleguen a nuestros ojos por igual.

La atmósfera está compuesta por gases y partículas que interactúan con la luz. Las ondas de luz más cortas (como el azul y el violeta) son las que más se dispersan, es decir, se desvían en muchas direcciones al chocar con las moléculas del aire. Este fenómeno se llama dispersión de Rayleigh.
Entonces, al mirar hacia el Sol desde la Tierra, buena parte de esa luz azul y violeta ya se ha desviado hacia otras direcciones, por eso el cielo nos parece azul. Lo que nos llega de forma más directa es lo que quedó: una mezcla de colores con menos azul, lo que genera una tonalidad más cálida -entre blanco amarillento, amarillo y hasta anaranjado, según la hora del día y las condiciones del aire-.

Este efecto se intensifica al amanecer o al atardecer, cuando el Sol está más cerca del horizonte y su luz debe atravesar una mayor porción de la atmósfera terrestre. En esos momentos, se eliminan aún más colores fríos del espectro, y el Sol se torna rojizo o anaranjado.
Un gigante en ebullición
Más allá del color, el Sol es una estrella dinámica y gigantesca. Con un diámetro de 1,4 millones de kilómetros, representa el 99,8 % de la masa de todo el sistema solar. Su núcleo, donde se produce la fusión nuclear que convierte hidrógeno en helio, alcanza los 15 millones de grados Celsius. Pero curiosamente, su “superficie” visible -la fotosfera- es mucho más fría: unos 5500 °C.

Y hay otro misterio aún más sorprendente: su atmósfera externa, la corona, es más caliente que la fotosfera. Mientras esta última ronda los 5500 °C, la corona alcanza temperaturas de entre 1 y 2 millones de grados, y en algunas regiones incluso más.
¿Por qué? Todavía no se sabe del todo. La energía que calienta esta región podría provenir de ondas magnéticas o de explosiones diminutas llamadas nanollamaradas.
Vivimos dentro del clima solar
El Sol no es solo una fuente de luz. También es el motor del clima espacial. La energía que libera desde su núcleo tarda miles de años en llegar a la superficie, y desde allí parte hacia el espacio en forma de luz visible, radiación ultravioleta, rayos X y viento solar: una corriente constante de partículas cargadas que puede afectar nuestras comunicaciones, satélites y redes eléctricas.
Toda esa actividad está contenida en una enorme burbuja magnética llamada heliosfera, que se extiende más allá de Plutón. De hecho, técnicamente, vivimos dentro de la atmósfera del Sol.

Estudiar el Sol nos ayuda a comprender cómo funcionan otras estrellas del universo. Aunque existen estrellas mucho más grandes, el nuestro es un ejemplo valioso por estar tan cerca.
Misiones como el Observatorio Solar y Heliosférico (SOHO), que lleva casi tres décadas en funcionamiento, y la sonda Parker Solar Probe, que se ha acercado más que nunca al Sol, buscan responder a los grandes enigmas de nuestra estrella.
Una de las conclusiones más interesantes de estos estudios es que el color del Sol ha permanecido prácticamente igual durante miles de millones de años en el espectro visible.
Lo que sí cambia es nuestra perspectiva. Porque lo que vemos desde la Tierra es solo una versión filtrada por aire, partículas, smog y hasta nubes de polvo. Lo mismo ocurre en otros planetas: en Marte, por ejemplo, la atmósfera delgada y oxidada tiñe al cielo de rojo y hace que el Sol se vea azul al atardecer.
Así que la próxima vez que mires al cielo, recordá que el Sol no es tan amarillo como parece. Y que detrás de ese color cálido y familiar, hay una estrella blanca, gigantesca, compleja y llena de secretos aún por descubrir.